domingo, 23 de mayo de 2010

Historia de un viaje...

Hace un tiempo, se me ocurrió subirme a un avión. Todo presagiaba que sería un vuelo como cualquier otro, a pesar de las buenísimas recomendaciones que había leído sobre esa compañía en medios especializados. De hecho, cuando me senté en mi asiento y miré alrededor, no vi nada que se saliera de lo típico...

Un par de filas por delante, una mujer de raza negra charlaba con su marido sobre el trabajo de éste y lo mucho que necesitaban esas vacaciones. Al otro lado del pasillo, un joven elegante pero de aspecto cansado miraba meditabundo por la ventanilla. Poco antes de que se encendieran las pantallas de aviso de "Abróchense los cinturones" pude ver a una azafata morena llevando a un hombre calvo en silla de ruedas hasta su asiento. Al lado de éste se sentaba una pareja joven, ambos muy guapos, de aspecto californiano. Ella parecía la típica niña rica caprichosa, y él parecía estar acostumbrado, por desgracia, a ello.

Fuimos cogiendo altura poco a poco, y entonces comencé a darme cuenta que el vuelo no era tan común y corriente. La gente que viajaba en ese avión, las cosas que ocurrían en él... Era todo fascinante. A mi derecha tenía a una chica rubia, no mayor de 19 años, con un enorme bombo a punto de reventar. Parecía feliz con su embarazo, pero de vez en cuando podía atisbarse en sus ojos una sombra de infelicidad, de tristeza... Algo más adelante, un hombre trajeado se sentaba al lado de una chica joven, muy guapa y muy seria. Mientras ella ignoraba las bromas que su compañero de viaje le hacía al oído, yo me iba quedando enganchado a su tremendo magnetismo y a su enorme atractivo, salvaje y peligroso. De pronto, oí una airada voz de hombre hablando en un idioma extraño. Me giré y, a mi izquierda, una pareja de chinos, japoneses, coreanos, o algo así, discutían. O, más bien, él parecía estar recriminándole algo a ella, que permanecía inmutable, pero al borde del llanto.

Ya estábamos a bastante altura, y decidí levantarme e ir al baño. Sonreí al niño que se sentaba detrás mío, y que llevaba todo el viaje acosando a su padre a preguntas sobre el estado de su perro en la bodega del avión. Fui andando por el pasillo, y me fijé en un enorme pasajero que ocupaba dos asientos y que escuchaba, sonriente, música con sus cascos. Tan alucinado estaba yo con las enormes proporciones del muchacho que no vi venir por el pasillo a nadie, y cuando me giré ya no pude evitar chocar de frente con un chico rubio con cara de malas pulgas y camisa tejana. El tío me dijo algo así como "Mira por dónde andas, Harry Potter", y siguió su camino. Nadie pareció notar el incidente, salvo un moro con cara de pocos amigos, vestido con una camiseta de tirantes negra. Decidí no quedarme mirándole demasiado rato, no tenía pinta de ser muy agradable...

Estaba a punto de llegar al baño, y me di cuenta de que, rodeado de toda esa gente que, en general, parecía ser tan infeliz, me sentía a gusto. Como si todos representaran, de alguna manera, una parte de mí... En fin, enseguida mis pensamientos metafísicos fueron interrumpidos por un rubio bajito y barbudo que aporreaba la puerta del baño como si no hubiera un mañana. El tío, que tenía pinta de estrella de rock trasnochada, desistió y, deseándome suerte, volvió a su asiento.

Antes de intentar entrar en el baño, eché un vistazo a la parte trasera del avión, que también iba hasta los topes. Cerca del baño, una mujer latina con aspecto amenazante me miró como diciendo "qué coño miras, frikazo de mierda??", así que desvié la mirada hacia su derecha. Allí, junto a la ventana, una joven rubia observaba las nubes con ojos soñadores, como si en la inmensidad del cielo pudiera encontrar la paz interior que necesitaba. Giró su cabeza y me sonrió amablemente. Detrás de ella, un enorme hombre negro rezaba con los ojos cerrados mientras apretaba un amuleto, sorprendiéndome por lo inusual de su aspecto para ser un cura.

La voz de un hombre a mi lado me devolvió a la realidad. "Hey, brotha, ¿¿necesitas ayuda con la puerta??", me dijo, mientras me sonreía con cara de simpático chalado. A su lado, una guapa mujer castaña le miró silenciosamente, pero sus ojos lo decían todo: "cariño, ¿¿ya estás otra vez hablando con desconocidos como si los conocieras de algo??" De repente, la puerta se abrió, y del baño salió un hombre menudo, con ojos de sapo y mirada inquietante. "Perdón, me había quedado encerrado...", dijo, pero la manera en que lo dijo dejó claro que se había quedado encerrado porque lo había planeado exactamente así. Entré en el baño, me lavé la cara y, mirándome al espejo, comprendí que me había enamorado completamente de ese vuelo...

Abrí la puerta, y me encontré de frente con una cara desconocida. Era una mujer rubia, alta, de ojos tristes y gesto taciturno. A pesar de su enigmático aspecto, pude ver en su interior una gran bondad, y también un gran dolor. Volví a mi asiento, con los sentidos alerta, esperando encontrarme con cualquier cosa. Cuando me senté, vi que había una pareja sentada a mi lado. Probablemente habían estado ahí desde el despegue, pero no me había fijado en ellos hasta ese momento. Discutían sobre unos diamantes, o algo así. No lo sé, no pude seguir atendiendo a su conversación, porque en ese momento el piloto, un hombre con un corte absolutamente ochentero en su pelo canoso, nos saludó a través de unas pantallas de TV, deseando que estuviéramos teniendo un feliz viaje. Después, comenzó una película antigua, en la que un asiático hablaba a la cámara de algo que no fui capaz de comprender.

Por mi lado pasaron en ese instante tres dispares personajes: una exuberante mujer pelirroja, un apocado y pequeño hombre barbudo, y un oriental de gesto indeferente. La mujer escuchaba, aparentemente interesada, una emocionada diatriba del barbudo sobre física cuántica, pero de vez en cuando miraba por encima del hombro de éste al hombre oriental, como si ambos conociesen un importante secreto o tuvieran un misterioso pasado común. Yo estaba exultante, no podía quedarme sentado, y me levanté con la intención de pasearme por el avión y absorber todo lo que pudiera de las apasionantes y atormentadas vidas de mis compañeros de viaje. Además de todas las personas en las que ya me había fijado, pude ver a más gente, como una madre y una hija que charlaban en francés emocionadas, como si llevaran años sin verse; o una mujer morena y con cuerpo atlético, que observaba con aspecto crítico la foto de una estatua egipcia en la pantalla de su portátil; o un hombre de edad indefinida y ojos de un negro intenso, que captó mi interés cuando me saludó amigablemente con acento canario. Seguí dando vueltas por el avión, sorprendiéndome y emocionándome con cada cosa que veía, y particularmente intrigado por una especie de humo negro que asomaba de vez en cuando por los conductos de ventilación y que todos los viajeros parecían querer evitar.

Y ahora, después de tanto tiempo, ha llegado el momento. Ha llegado la hora de llegar a destino, abandonar el avión y despedirme, para siempre, de todas esas apasionantes historias que me han acompañado en este maravilloso viaje. No puedo negar que voy a echarles mucho de menos... Pero es lo que hay, pues todo viaje tiene un principio y un final. Así que no me queda más que abrocharme el cinturón por última vez y vivir al máximo el que seguro que será un aterrizaje trepidante, pero nada forzoso. Porque hoy, por fin, el viaje llega a su fin.

Feliz aterrizaje a todos...